Donde no hay límites ni restricciones, no se asume ni se hace asumir la responsabilidad de las acciones que van contra el bien propio y común

Por Gabriela Ortiz
Imagen ilustrativa: amylouch/1 (Pixabay)
Cada vez destaca más en los medios de comunicación, al igual que en el entorno próximo, el aumento de situaciones relacionadas con distintas clases de delitos, que en lugar de quedar como una nota más para el archivo policíaco, tendría que llevar a cuestionarnos ¿qué está pasando en nuestra sociedad? ¿Acaso es algo normal acostumbrarnos a convivir con el clima de violencia que recorre todos los rincones de nuestro país?¿Los dirigentes de la nación son los culpables?
Muchas de las veces cuando nos enteramos de actos criminales, lo primero que cruza por nuestro pensamiento es encauzar la responsabilidad hacia los gobernantes, que no cumplen con el papel de liderazgo para el cual han sido elegidos, al tiempo que clamamos a las fuerzas de la seguridad para que persigan a los perpetradores, a fin de ser juzgados bajo las leyes que han de condenarlos.
La realidad es muy distinta. La mayor parte de las ocasiones no solo no se persigue a los delincuentes, sino que se les permite escapar —por omisión o deliberadamente— generando que la violencia vaya conquistado terreno, pues como es bien conocido las mismas fuerzas del orden son infiltradas o compradas por el crimen organizado.
Tal panorama deja en la orfandad a los habitantes, quienes deberían ser los destinatarios, de un clima de confianza y protección por parte de la autoridad.
Por su parte, la población termina por volverse indiferente, intenta seguir su día a día, bajo el yugo del homicida que acecha sin descanso.
La situación podría compararse a una enfermedad, en donde el cuerpo envía una señal sobre algo que no va bien en el organismo, pero no se le presta atención. De pronto, un día, aquello que en un primer momento parecía no incomodar al grado de continuar con la vida cotidiana, ya se ha transformado en un padecimiento grave e incapacitante, capaz de paralizar a la persona, incluso, pudiendo amenazar la vida misma.
Se recurre a un médico, a otro, casi exigiendo una cura o una solución milagrosa; pero ya es muy tarde porque existen pocas expectativas de sobrevivencia. Los medicamentos y demás tratamientos podrían implicar un gasto oneroso, obligándose a invertir los ahorros de su vida, o lo poco que tiene, recurrir a préstamos, endeudamiento con el banco, casas de empeño etc.
Todo, derivado del miedo, la indiferencia, la apatía, la resignación. Pero, a fin de cuentas, sabemos que el camino más asertivo contra la enfermedad es la prevención y detección oportuna, que han derivarse de hábitos saludables tanto en el cuerpo como en la mente.
Entonces, se preguntará, trasladando la analogía al ámbito de la criminalidad que castiga a nuestro país: ¿de qué forma usted o yo como ciudadanos comunes podríamos hacer algo al respecto?… Armarnos hasta los dientes, dicen algunas voces; hacer justicia por propia mano, señalan otras tantas.
Suele ser una creencia compartida que a la violencia se le debe contraatacar con más de la misma, ya que la segunda, estaría justificada en la defensa propia.
Sin embargo, hay algo que muy poco o ni siquiera se menciona. Es simple y está al alcance de todos. Desde el ama de casa, la madre trabajadora, la pareja de esposos, el obrero de la fábrica, el profesionista, el profesor del colegio, el comerciante, el empresario, el servidor público…
Me refiero a los valores, que hoy se han convertido en un bien escaso, en peligro de extinción.
Pues bien, estos bienes intangibles resultan ser un arma muy poderosa contra muchos males. Si nosotros los adultos nos esforzáramos en aplicarlos en nosotros, podríamos transmitirlos a la infancia y entre la juventud.
Podríamos empezar por combatir la corrupción tan extendida en todos los niveles de la sociedad mexicana a través de la mentira, el irrespeto de las reglas, las leyes, el orden. Los mismos por los cuales nuestro país ha ganado fama en el exterior como un país donde cualquier cosa es permitida.
Donde no hay límites ni restricciones, no se asume ni se hace asumir la responsabilidad de las acciones que van contra el bien propio y común.
Por ejemplo, me ha tocado atestiguar en algunas avenidas transitadas que varios automovilistas y motociclistas avanzan sin más, a gran velocidad, llegando a intentar pasar el alto en forma de intimidación contra algunos peatones que intentan atravesar. En otras ocasiones, también sucede el caso contrario, de peatones que atraviesan sin importar que esté el alto para ellos.
Usuarios del Sistema de Transporte Colectivo (STC por sus siglas), Metro, saltándose por encima de los torniquetes para no pagar un boleto, así como hombres que pasan a la zona reservada para mujeres.
En ambos casos, aprovechan la ocasión ante la ausencia del policía o vigilante. Ni que decir del caso más conocido sobre las multas de tránsito y su “fácil” arreglo con una suma de dinero. Son situaciones que se presentan a diario, que se vuelven parte del común, como lo más normal.
De hecho, retomando lo referente al área destinada a mujeres en el transporte público, de existir la educación y el respeto por mí y por el otro, ni siquiera tendría que recurrirse a realizar esas divisiones. De inicio tendría que existir una consideración y apoyo mutuo entre hombres y mujeres.
Independiente a la presencia o no de una figura representativa de autoridad, nosotros mismos necesitamos educarnos con urgencia para adquirir disciplina, asumiendo la parte que como ciudadanos nos corresponde.
Ahora, pensemos que si esto sucede en niveles básicos, por decirlo de algún modo, ¿qué acontecerá en estratos más altos?
En acciones comunes podemos observar la forma en que muchas personas van conduciéndose con una actitud de anarquía, probablemente, producto de la ausencia —física o moral— de una familia capaz de otorgar una educación en valores, de los que a la vez carecen. Repitiendo así un círculo vicioso interminable.
Lo anterior aunado a que hoy se promueven y aplauden diversas degradaciones del ser humano —a las que se eleva a la categoría de derecho— que en nada contribuyen al crecimiento como persona responsable, capaz de asumir una madurez para contribuir a la generación del bienestar personal y social.
Como resultado tenemos una sociedad en descomposición, que va muriendo lentamente en una larga agonía de violencia e impunidad, presa de su propio egoísmo; cero tolerancia a la frustración generada del no cumplimiento de sus deseos y exigencias, a modo de capricho. Obtener lo que se quiere en el momento, sin el menor esfuerzo, pasando por encima de los demás. Mirando siempre la conducta del otro sin cuestionar la propia.
Hay un largo recorrido por realizar para autocriticarnos, educarnos y empezar a cambiar tanto daño que hemos venido sembrando a lo largo del tiempo.
¿Qué se supone debe ocurrir para dejar la indolencia, el victimismo y asumir la propia responsabilidad? ¿Es el estado de criminalidad lo que merece la infancia y juventud de ahora y la que vendrá?
¿Los niños y adolescentes merecen seguir siendo reclutados por grupos criminales para perpetuar el estado de asesinatos con lujo de brutalidad?
Mucha de las veces, todo inicia desde la tiendita de la esquina, entre el grupo de jóvenes que se reúnen con sus pares que suelen ser hijos de familias desintegradas, o de familias donde la violencia es el pan de cada día, en donde impera la pobreza, la ignorancia, y no hay más futuro —desde su estrechez de miras— que la delincuencia y la drogadicción para saltar al narcotráfico.
Lo anterior sin olvidar que para que haya drogas es porque hay un mercado dispuesto a consumir y pagar por ellas, como sucede con la trata de niñas y mujeres, al igual que otros hechos deleznables que se pueden añadir a la lista.
Pese a todo, ¿nunca se ha puesto a pensar que otra forma de vivir sí es posible?, que se puede disfrutar la existencia con salud, armonía, en paz, sin temor de salir a la calle y ser secuestrado, torturado y asesinado.
Sin encontrarse en una permanente zozobra por los nuestros o nosotros mismos, con el temor a perder en un momento los bienes que con tanto esfuerzo se han obtenido.
¿Ha considerado qué se puede sentir bien sin recurrir a ninguna clase de vicio, simplemente poniendo a trabajar sus talentos dormidos, para servir a otras personas que pueden necesitar de lo que usted podría ofrecerles?
O bien, ¿seguiremos asumiendo un papel pasivo y defensivo, fingiendo que no pasa nada y que serán los gobernantes, las fuerzas policíacas y militares, hasta la intervención de entidades externas, las que nos darán seguridad y solucionarán nuestros problemas, bajo sus métodos?
Si no queremos que el mal termine por apoderarse de nuestro destino, ¿en manos de quién debemos confiar el cambio? ¿Podrá retomarse el timón de este barco que naufraga entre las impetuosas olas de la perversidad humana?
Tampoco olvidar que además de la conducta, también la inacción influye en el curso de los acontecimientos.
Hay una frase que dice “si quieres cambiar el mundo, empieza por quien ves en el espejo”.