
Por Mario Rosales Betancourt
Imagen ilustrativa: documenta.org.mx
Un proceso penal es un enfrentamiento entre dos partes: el ministerio público o parte acusadora, por un lado, y la defensa, por el otro. El juez es solo un árbitro que debe resolver, de acuerdo a los argumentos y pruebas que le presentan las dos partes.
Si la prisión preventiva solo se diera cuando el ministerio público demostrara y argumentara razones para implementar esa medida en cada caso concreto (por ser conveniente para la sociedad, o para evitar daños a las víctimas, o porque el inculpado se pueda sustraer de la justicia), sería, sin duda, una muy conveniente medida.
Pero no como está ahora, con que basta que alguien sea señalado como presunto responsable de un delito de los catalogados como de prisión preventiva oficiosa para que esta se conceda automáticamente, sin que importen pruebas y argumentos presentadas por las dos partes (porque el juez está atado y necesariamente tiene que dictar la prisión preventiva). Con esto se rompen la presunción de inocencia, el equilibrio en el proceso penal y el principio de que, en caso de duda, se debe favorecer al acusado. Si la prisión preventiva oficiosa fuera aplicada correctamente se evitarían muchas injusticias.
El que se quitara por decisión de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (que sería lo más deseable), o por recomendación de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, no implicaría que pudiesen salir todos los que están sujetos a este tipo medida cautelar; o que no se pudiera imponer esta medida en el futuro a presuntos autores de delitos graves. Lo que pasaría, simplemente, es que las fiscalías, o sea, los ministerios públicos, tendrían que hacer muy bien su trabajo. Y probar y argumentar debidamente ante el juez, para que este establezca la prisión preventiva justificada.
Los argumentos que utilizan el presidente López Obrador, su secretario de Gobernación y su consejera jurídica para presionar a la Corte con el fin de que se mantenga esta evidente violación a los derechos humanos (argumentos de corrupción de los jueces o la violencia contra los juzgadores) carecen de peso. ¿Por qué? Porque, de presentarse, también sería responsabilidad de las autoridades administrativas, o sea, del ministerio público y del Consejo de la Judicatura, pues en ellos está el evitarlo.
De esta forma, si se viera o sospechara de un acto de corrupción de un juez, el propio ministerio público debería hacerlo del conocimiento del Consejo de la Judicatura. Y se debiera castigar ejemplarmente a jueces corruptos cuando se comprueben estos posibles casos. En cuanto a la seguridad de los jueces, es obligación de las autoridades protegerlos, y establecer medidas eficaces para ello.
El que solo exista en el futuro la prisión preventiva justificada nos sacaría de la barbarie en que se encuentra nuestro país, y que se señaló para nuestra vergüenza, en tribunales internacionales como lo Corte Interamericana de Derechos Humanos, porque aquí nuestra Suprema Corte de Justicia aún no se atreve a decirle un «no», en algo importante, al presidente.
Ojalá que la Corte lo haga porque sería algo doblemente histórico: por un lado, por primera vez se aplicaría el principio pro homine (y un tratado internacional, por favorecer más los derechos humanos, tendría prevalencia sobre la Constitución); Por el otro, la Suprema Corte de Justicia demostraría que sí es autónoma. Y es un verdadero poder que no se subordina a una presión del presidente de la República.